sábado, marzo 15, 2008

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Hey, hey, hey no he abandonado el blog, lo que sucede es que ando full y de paso estoy realizando un reportaje impreso sobre la juventud indígena. 
Aquí con una abuelita de la etnia Kariña. Ya vuelvo.

lunes, marzo 03, 2008

Memorias de mamá blanca y memorias de mamá negra

Siempre escucho hablar a mis amigos de sus abuelas, supongo porque están vivas. Yo, al contrario, muy poco las nombro quizás porque ya no veo sus arrugas buscando compañía al caer la oscuridad. Casi siempre las recordamos al pasar las páginas amarillentas de álbumes guardados o cuando pasamos cerca de su retrato colgado en un lugar especial.
Yo fui muy afortunado, ¿Por qué? Porque tuve una abuela blanca y otra negra. No, no estoy loco. Ya verán por qué.
Cuando hablo de la blanca es de Mamá Teresa: Ama de casa. Señora de unos apagaditos ojos azules tornando a violeta, mejillas rosadas y un donaire de otrora. Dueña de un carácter imponente, digno de una atesorada mujer de un noble y laborioso terrateniente. Para más señas, hija de árabes, razón por la cual acobijo la herencia racial y religiosa que corría por sus venas. Imagínense todo eso, en una anciana postrada en una cama por el pasar de los años y con una larga cabellera inmaculadamente bañada de algodón.
A las cinco de la tarde debía estar bañada, peinada y perfumada de pies a cabeza. Agua de Rosas o Jean Nate. Su vestido (de telas europeas y colores neutros) lo escogía luego de que su mucama de turno le mostrara uno tras otro, hasta escoger el más perfecto, como si estuviera esperando una visita, la cual nunca llegó porque sus aciagas tardes estuvieron colmadas de soledad. Hasta que yo a los 10 años llegué para hacerle compañía sobre una blanda camita de la cual siempre me sobresalían los pies. Pasaba la noche escuchando sus quejas por una pastilla y arrullado por el traqueo melodioso de un ventilador desatornillado que soplaba para ambos.
Cada mañana; un beso y la bendición de brazos cruzados, de lo contrario yo sería reprendido por la indómita matrona. Aprendí sus maneras, a retirarme cuando los adultos deseaban hablar, a no opinar nada que aparentara malas costumbres o atentara contra su moral, a decir; con permiso señora, seguido de gracias. A preparar café y ofrecerlo apenas alguien pisara la puerta. Una educación estrictamente dirigida por una abuela con modales dictatoriales. No puedo eludir a mi espíritu mordaz para inferir que quizás hubiese sido una buena maestra para geishas. Ella casi nunca sonreía, le parecía de mal gusto mostrar los dientes y los pies a todo el mundo. Era muy selecta. Cada mandado era devuelto porque nunca quedaba complacida, quería saberlo y dominarlo todo a su alrededor; desde aquel mango que caía esparramado en la tierra hasta lo que alguien llevara oculto en sus manos. Recuerdo que una de las tantas indiecitas que la cuidaba, una mañana se le ocurrió la ingenuidad de pegarse al pico de su refresco presumiendo que ella no se daría cuenta, pero al voltear era muy tarde porque la bofetada venía sin piedad sobre ella.
Una mujer fiel que levantó a sus once hijos de un mismo hombre y alrededor de ella se creó el mito de una familia numerosa, unida, buena y religiosa, convirtiéndose en una de las más arraigadas y queridas del pueblo. Una dama que hasta en sus últimos lustros fue el alma decembrina, haciendo volver hasta al más distante y recóndito de sus herederos para darle un abrazo y hacerla sonreir cada año nuevo...
...De otro mundo, de otra ciudad, de otras costumbres, de otras pobrezas viene mi abuela negra y sus historias de dormir en catre con su Maíta. Aura o Aba como le gustaba que le dijeran. De cabellos negros, a veces con cayenas en la oreja (regaladas por nosotros mismos). Morenita, con la boca pintada de rojo y cachetes coloraos, siempre con sus dos peinetas o cortejos, según su vocabulario. Digna de una alegría desbordante y unos relatos increíbles que desternillaban de la risa, propios de una oriental. Sus batas eran las mismas de siempre, anchísimas y estampadas con flores multicolores. Recuerdo que una vez mi abuela lavó su ropa y la tendió en el balcón, y un amigo de mi hermano le preguntó que si mi mamá le lavaba la ropa a Yolanda Moreno, jejejeje. Ella se vestía de lo que los demás dejaran o convertía cualquier retazo en sus más devotos ropajes y aunque le regaláramos trajes nuevos, siempre volvía a los suyos. De joven trabajaba haciendo tabacos para llevar comida a sus hijos. Cantaba tangos: “Cuesta abajo en mi rodada…” luego trataba de bailarlo, allí es cuando siempre daba un traspié y teníamos que socorrerla. Hablaba de aparecidos y fantasmas. Rezaba a todo pulmón y tenía un libro, que quizás algún día me atreva a editar, con todas las oraciones que quizás nadie imagine pueda escribir una abuela. Consentía más a los nietos varones que a las hembras, mi hermano Elías y yo, recibíamos los platos con las más grandes presas ante la mirada suspicaces de nuestras hermanas. Era como un pacto de ternura para con nosotros. Apenas hacía una arepa se ponía a ver los números en lo quemado de la concha y que para jugarlos en la lotería. Montaba sus pies sobra las comiquitas de los periódicos; Panchita, Mandrake, Periquita, Olafo para seguir adivinando supuestos datos de azar. Así pasaba toda la tarde mi abuela negra.
Siempre sacaba un pan de los grandes bolsillos de sus vestidos. Hacía remedios caseros. Nunca recuerdo que oliera a perfumes, sino a rastros de mentol o hierbas. Nunca supe porque sus hijos todos fueron de padres diferentes. Nunca reunió a sus cuatro hijos en un diciembre, después de grandes.
Ella iba de casa en casa, recordando a su Maíta, buscando quizás ese catre que tanto le gustaba, pero se conformó con refugiarse en el cálido abrazo de unos nietos que la adorarán hasta tiempos inmemoriales.
Estas páginas amarillentas, arrugadas, olvidadas en un libro de lecciones de infancia, forman parte de lo que soy. Dos razas, dos mundos, dos legados; el temor y la fuerza, el coraje y la ternura, la humildad y la soberbia, la compañía y la soledad, la fidelidad y la aventura, la rigidez y la libertad, la decencia y el desenfreno, se mezclan en mi sangre así como el blanco y el negro para echarse a suertes cada pensamiento y cada gesto de mi ser.
Espero que desde el cielo ellas lean este post. Aunque creo, por el escalofrío tan extraño que eriza mi piel, que este instante alguna de ellas dos, o las dos, están justo detrás de mí leyendo lo que escribo.