martes, agosto 18, 2009

Shhhh... (episodio para dejar la peluca)



Sí es verdad. Lo estaba evadiendo. Tengo seis meses comenzando este post. No quería escribir sobre este tema, pero más de un corrientazo de honestidad me obligó a develar esta crisis existencial superada. A finales del año pasado, debido a una gran acumulación de estrés comencé una especie de mutación. Un buen día mientras me peinaba, zuas, se vino un tajo de pelos al piso… en ese justo momento creía que estaba soñando, pero que va, era mi cabello. Diagnóstico médico: alopecia areata (entiéndase varios huecos en la cabeza). Lo que me faltaba: Yo calvo. Para despistar y evitar el constante cuestionamiento generalizado decidí incrustarme una gorra - tipo artista famoso que oculta su rostro - y fue así como aumenté mi colección en variedad de formas y colores. Claro está, dejé de ir a lugares elegantes y con clase, pues ni que fuera Ricardo Montaner usaría trajes elegantes con guachicones (léase en regionalismo venezolano; zapatos con suela de goma) y por supuesto gorras.
Algunos amigos decidieron ponerle nombre a los tiernos (malparidos) hoyos, algunos en inglés, otros en español; “Izzie”, “Arthur”, “La maldición”, “El triángulo de las bermudas”, y de seguro otros que nunca me enteré… otros en tono de chiste me decían que me tapara con marcador, jejejeje. Algunas veces nada más me quedaba sonreir para no mentar madres, ya ni quería salir, me gustaba quedarme en casa para evitar incomodidades, pero por otro lado veía cada día como crecían los malpáridos. Y es que mientras más los escondían más se veían los desgraciados, y un gran día me armé de valor y dije: “No usaré más la gorra”, claro, hasta una psicóloga me ayudó diciéndome “eres más bello sin ella, anda quitátela, sé feliz…” claro nunca supe sé si era verdad o mentira, pero me lo hizo creer y salí levitando del diván.
Lo cierto es que después de esa firme decisión, tuve que enfrentar a una horda de críticos, burlistas, adivinadores, chismosos y curiosos de refinada trayectoria, que me decían: Ohhhhh!!! Uhhhhh!!!! Ahhhh!!! “Se te está cayendo el cabello”, “qué tristeza”, “qué dolor”, “qué sufrimiento”, “qué terrible”, “qué tragedia tan grave”. “Ay no mi niño no quiero verte más así…” Osea, la gente no entiende que cuando a uno se le cae el cabello, no es porque a uno le da la gana? ¡Qué viva la imprudencia carajooo! Pero, no se crean que la cosa quedó allí, hay más. Las exponentes más genuinas del género atolondrado, fueron dos ejemplares: una alumna - con voz chillona y una mezcla de cara de asco con pena ajena - que en plena clase, comiendo chicle con la boca abierta, me dijo: ¿Profesor que le pasó en la cabeza?, y largó una tímida sonrisa que apenas mostraba la comisura dental y la punta del chicle… yo dejé de escribir en el pizarrón, guardé la compostura aún ante el asombro de su descaro y le expliqué científicamente: “Es un tipo de caída del folículo piloso de patogenia no totalmente esclarecida, pero muy relacionada con situaciones de carga estresante, di media vuelta y seguí escribiendo”.
Semanas después, estaba en un evento muy importante, ya casi se me estaban borrando los hoyos, me quedaba uno en forma de triángulo, ya la gente ni se daba cuenta, pero allí apareció en escena: la mamá de las imprudentes. Esta vez con micrófono en mano y a viva voz, hizo una presentación muy especial destacando todos mis honores, mi carrera, en fin, puras virtudes, y yo inflado… hasta que dijo: “es tan vanguardista, que hasta se dibuja figuras geométricas en su cabello, un aplauso para él”. En ese momento sentí como morir y la sonrisa se me desdibujaba poco a poco. Si los ojos fueran dardos ya ella estuviera agujereada como un colador, me sentí como en un capítulo de Ally Mc Beal.
Hasta que al otro día, me rapé el cabello. Fue peor porque parecía Lex Lutor. Noooo, tiré la toalla. Si lo tengo corto, si lo tengo largo… buehhh. No pude complacer con beneplácito a este difícil público catador de buenas, lacias y abundantes cabelleras.
Luego de recorrer varios dermatólogos sin fortuna, llegué al consultorio apropiado, allí tuve que soportar el dolor de decenas (que parecían centenas o milésimas) de pinchazos en el cuero cabelludo, a los cuales yo trataba de aguantar pero a veces un “ay” se salía de vez en cuando. No fue fácil, ni mucho menos rápido, pero poco a poco fue mejorando, hasta que la naturaleza hizo renacer cada cabello a su lugar. Hoy sano, retrocedo el tiempo y una vez más me doy cuenta de que es muy difícil complacer a la gente y formar parte de una sociedad que simplemente, acepta, rechaza, critica, averigua y es imprudente. Nada pasa por casualidad, nada pasa sin dejar una enseñanza y de todo esto aprendí varias líneas, que quisiera compartir con ustedes.
Aprendí a disfrutar cada hebra de mi cabello.
Aprendí que nadie es inferior ni vulnerable por poseer algo diferente, pues lo único que importa es el interior, bien adentro; el alma, el espíritu, los pensamientos, los sentimientos. Y afortunadamente ellos, por más que duelan, nunca se pondrán calvos ni desaparecerán.
Aprendí que no es necesario perder tiempo rindiendo explicaciones a los demás, ni ocultar la realidad, pues debo ser más feliz conmigo mismo. Mi vida me pertenece y es mía, prestada, pero mía. Los demás sólo están demás. Por lo tanto soy yo quien debo amarme, aceptarme, mejorarme y superarme.
Aprendí a convertir amenazas en oportunidades.
Aprendí que la prudencia es la más santa y respetuosa de todas las virtudes.
A callar porque…
“Es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido, que abrirla y disipar la duda”.


Mark Twain (1835-1910) Escritor y periodista estadounidense.