Cuando estudiaba en la universidad, yo si pasé ronchas (en lenguaje urbano léase sacrificios o malos ratos). Cada vez que veo un autobús lleno de gente, retrocedo un tiempo atrás y me imagino allí adentro, sentado con mis libros, dos carpetas y un koala, con calor, aturdido por el vallenato a todo volumen que cantan con frenesí los choferes y colectores.
Una vez tomé mi bus como siempre a eso de las 5:30 pm. Aquella tarde la música, que sonaba a reventar tímpanos, era “coge la parada” o “cógela parada” (todavía no sé con qué sentido lo dice el cantante), ¡me la tenía que calar!, parece que el tipo la repetía o tenía ese mismo tema grabado 20 veces en su CD pirata. Al abordar yo tenía un ritual; quitarme el reloj y todo lo que brillara así fuera una baratija de gold field, mirar para todos lados milimétricamente con la intención de sentarme en el lugar perfecto. Ese día divisé a una dulce e inofensiva ancianita recostada en la ventana con su nieto en las piernas y un espacio al lado. Yo dije: ese es mi puesto, aquí estoy justo de lado del pasillo. Enseguida me senté.
En cada viaje en bus, tenía que formar parte de una jauría infernal, me sumergía dentro de un circo de hojalata que exhibía los espectáculos más inverosímiles y dantescos. Cada tarde, aprendí a ser más malo con los pasajeros, a negar el asiento, y a odiar más al vallenato, cumbia, y todo lo que sonara con ritmo de acordeón. En cada recorrido, un inmenso temor recorría mi mente, pues los robos en colectivos siempre han sido el modus operandi preferido por los jóvenes delincuentes. (Ese temor no era gratuito; una vez iba en un bus y se presentó un tiroteo, un tipo en una moto disparaba desde afuera).
Acto 1.
A pocos minutos de sentarme, arrancó el festín y los malabares: se subió un señor con aspecto de criminal trinitario, se plantó en el medio del pasillo, y dijo: Señoras y señores muy guenas taldes. Nadie respondió. No oyeron? Dije guenas taldes (con ínfulas de pastor evangélico enfurecido). Luego todos, cual salmo responsorial, asentimos: Buenas tardes. El tipo dijo que era sobreviviente de la tragedia de Vargas, su nombre (más inventado imposible) era Richardson Stephenson, y para remate se confesó expresidiario, argumento suficiente para que todos los usuarios sacarán su contribución. Yo le di sólo mil bolívares, porque sabía que pronto vendría otro solicitante.
Acto 2.
En efecto se montó una señora (que pudo haberle dado clases de histrionismo, dramatismo puro y de cómo soltar los mocos en 2 segundos, a la desaparecida actriz de actrices
Amalia Pérez Díaz), sujetando por el brazo una niña como de 12 años con problemas de malformación. Ya era la quinta vez que las veía haciendo de las suyas. Me sabía el show de memoria: La mujer después de llorar y pedir 100 mil bolos pa´un supuesto cateter, pellizcaba durísimo a la muchachita y ésta se contorsionaba como
Linda Blair en
El Exorcista. Cuando recogían la plata, las dos salían sin rastro de sufrimiento alguno. Por eso yo siempre digo que los venezolanos somos talentosos y otros pendejos (entre ellos yo). Allí se fueron 1000 Bs más.
Acto 3.
Un señor muy folclórico; pantalón arremangado hasta las rodillas, camisa blanca, sombrero de cogollo y pañuelo rojo atado en el cuello, vende chupi chupis para que su hija estudie en la universidad (o quizás para cambie su vocación de striper, no se sabe). La abuelita que estaba a mi lado, lo llama; “Me da uno rojo por favor” y se lo da al pequeño, cuando la criatura le hinca el diente, un gran chorro del gélido líquido colorado envuelto en plástico salta y se frena sobre mi camisa blanca. La vieja (ya no abuela) agarró su trapito lleno de moco o quién sabe que, y en su intento desesperado de limpiarme, lo que hizo fue regarme más la mancha. “Déjelo así señora, está bien, tranquila”, respiré y traté de ponerme a leer un libro.
Acto 4.En eso siento que alguien me pisa el “uñero” (quise decir exceso de crecimiento de la corteza del dedo más grueso del pie) que me traía loco desde hacía días. En una mezcla de dolor y
arrechera subo la mirada para soltar una retahíla de palabras sonoras y cuando veo al culpable, se trataba de un negro de dos metros con cara de matón, sus brazos parecían mis piernas, tenía pinta de obrero petrolero, sudaba a chorros y estaba hediondísimo a encurtido de vinagre. Mi rostro se transformó de samuray vengador a geisha sumisa y complaciente, no me quedó otra que sonreirle, jijijiji, el desgraciado ni gesticuló. Bajé la cabeza aguantando aquel sufrimiento, y de pronto siento sobre mi pelo (engominado) la vianda de comida del negro rozándome y despeinándome con el vaivén del autobús. Me sentía víctima de su xenofobia acumulada desde infante, heredada de sus antepasados esclavos. Menos mal que se bajó antes de lo que esperaba.
Acto 5.En esa parada, el bus llenó hasta el tope, la recostadera de tostón no era normal, allí más de una sentiría vulnerada desde la cremallera hasta sus hilos dentales…
Ya llevaba 40 minutos en camino, pero de pronto, sucedió la vaina más increíble, un muchacho con un cuatro en la mano. ¡Dios, lo que faltaba!. Tocó un acorde como para afinar y buscar el tono pensé yo; y ha empezado a emitir unas extrañas onomatopeyas; era un mudo que expulsaba una combinación entre bramido, maullido, berrido y un chillido ensordecedor. Todas las personas sacaron rápido su dinero y le aplaudían para que se fuera, y él en agradecimiento, soltó otro desconocido e inexplicable tema de despedida. Todavía no entiendo por qué llevaba un cuatro, si nunca lo tocó. Otros mil bolos por el buche.
Después de eso, no he visto algo igual...Siempre me ocurría que me dejaban mucho después de mi parada, pues el bendito vallenato no permitía que me escucharan y a mí no me gustaba gritar. Pagaba mil bolívares (el pasaje era menos de lo que gastaba allí dentro). Apenas llegaba a la universidad me sentía como un reo saliendo de la cárcel, me liberaba de ese submundo aterrador al que me enfrentaba cada día. Nadie entendía mi cara (a veces demacrada, aturdida y obstinada) ni el por qué de mi silencio en clases, ni el suéter que siempre llevaba por si acaso me volvían a manchar la camisa o la gelatina en el morral por si me despeinaban otra vez.
A veces veo los autobuses llenos de gente, heterogénea, diversa, con rostros de preocupación y los entiendo, de verdad que los entiendo… No puedo decir que no vuelvo a montarme en un autobús, a veces lo hago, pero pasaron 5 años y me gradué, y en ese mismo tiempo me curé de algunos males, entre ellos aprendí a no molestarme tan fácilmente y a sumergirme en mi mundo inviolable, imperturbable y mío, cada vez que viajo en el
circo de hojalata.