Perder la visión de repente, provoca una ansiedad y un desespero inexplicable, la oscuridad es desconcertante, es totalmente negro, no hay matices de colores. Se convierte en un enigma saber qué hacen los que te rodean, el vértigo hace de las suyas; sientes que tus pies se hunden y la tierra te va tragar. Las manos tiemblan y el bastón también. Las manos sudan, y el bastón también. “Si tan solo supiera por dónde camino”.
Otros sentidos se despiertan. Algunas voces, con cierto temor me decían: “camina derecho”, “sigue por allí”, pero nunca supe cómo era derecho, ni dónde era allí, tampoco supe dónde estaba, ni adónde iba, ni mucho menos cómo llegaba. Pensé quitarme las vendas una y otra vez, pero algo dentro de mí, decía: “no te rindas, aún no”. Seguí por esas aceras tan rústicas, duras, interminables y difíciles de andar.
No es nada fácil desplazarse por esas calles hechas para un mundo de videntes, sin opción para otras personas, simplemente las condiciones no existen porque vivimos en un mundo egoísta donde los gobernantes no ven más allá de sus narices, bolsillos y estómagos. Tropecé con pilas de basura, aceras rotas, huecos y alcantarillas. Pero lo más duro, fue estrellarme con una ciudad llena de humanos insensibles para quienes es más fácil criticar, alejarse, hacerse el desentendido, a tener que dar la mano y guiar a alguien que lo necesita.
Me tropecé con policías que iban y venían en sus motos y pasaban por mi lado sin articular sonido alguno, sin querer, toqué a varias personas en sus brazos, en sus manos y en sus rostros, y se quedaban inertes, impávidas, como si fueran esfinges. Sentía por sus perfumes cuando algunos se apartaban de mí y con ello percibía también el olor de su indiferencia.
Sin embargo, a mitad de camino, hubo un señor a quien imagino mayor de edad, dueño de una voz muy noble, pausada, con respiración cansada, que me decía: “vas muy bien, sigue por allí”, y aún después de un largo trecho seguía conduciéndome con tanta paciencia y fidelidad. Mi olfato me revelaba que llevaba una bolsa de pan recién horneado. Un rato después, sentí el tráfico muy pesado porque las cornetas de los carros me ensordecían; estaba en plena calle y de pronto una señora llena de entusiasmo me dijo: “déjame que te cruce”. Me dio la mano, me apretó muy fuerte, sentí cariño, yo le sonreí y me salió de muy adentro decirle: “gracias, Dios la bendice”.
Y aunque el insignificante tiempo que viví en la oscuridad no se acerca a la inmensidad de las historias que pueden contar aquellos que no miran con sus ojos, me quedó algo muy claro: las personas que no ven, definitivamente son héroes que le han ganado una batalla al miedo, para descubrir y celebrar lo más hermoso de la vida porque cerrando los ojos vemos mucho más allá.
Dedicado a Celeste Fajardo, a el Caidva.
“Lo esencial es invisible a los ojos”
Antoine de Saint-Exupéry. El Principito.
Fotos: Albany Chapellina.