
En estos días de lluvia, el olor de la tierra mojada me recordó aquellos tiempos cuando estudiaba en el liceo. A éste, otro olor que asocié fue una mezcla de sudor almizclado con fricción de borrador sobre hojas de cuaderno y lápices después de haberle sacado punta.
En el salón de clases era una fiesta cuando el profesor no llegaba a los 15 minutos pasada su hora. La agonía llegaba a los 14 minutos cuando contábamos cada segundo como si fueran campanadas de año nuevo. Cuando reventaba el cañonazo, la carrera por la aventura empezaba. A correr… Morral en el hombro, adrenalina desbordante, atropellando a todo el que se atravesara. Era una travesura cualquier cosa; andar en pandilla, meterse en el parque por un hueco de la cerca y no por la puerta principal, pedir 20 tequeños y pagar 16, comprar raspaos de colita y vaciar la leche condensada, burlar al portero de la escuela, recorrer el centro de la ciudad sin medio en el bolsillo, llevar a la noviecita a recostarla en cualquier árbol y tallarle un corazón con tu nombre y el de ella, ¡Qué cursi!.
Nos lanzábamos desde los recorridos más urbanos hasta los periplos más agrestes, siempre el promotor de las excursiones era yo el "motolito sempiterno”. Una vez recuerdo que dije: “Mañana no viene la profe de contabilidad, así que traigan sus shorts y trajes de baño que no vamos a la playita”. Todos cuales autistas asintieron. Por allí no había playa cerca sino un balneario privado llamado “San Pedrito” ubicado detrás de una montaña. Me llevé a mi grupo en varios carritos por puesto, al llegar, sin saber adonde iba, empezamos a caminar, caminar y caminar, nos perdimos, retrocedimos, y al fin encontramos el mar. Era un lugar abandonado, había animales muertos, barcos hundidos… Un paisaje dantesco, parecía el final del "Planeta de los Simios", lo que faltaba era la estatua de la libertad enterrada en la arena. Yo empujé con un palo a un asqueroso bicho marino, que botaba un fluido morado y viscoso, para que las chicas ni gritaran, luego me lancé a la playa y caí clavado en un erizo… allí empecé a llorar y mis amigos me llevaron cargado al hospital donde mi adorada madre me esperaba con sus gritos haciéndome pasar el bochorno más fatal de mi desventurada adolescencia. Allí acabó el viaje a la playa, pero aún así no dejé de ser el más popular del colegio.
Cuando crecí, enfermé de pseudo vanidad sin fundamento… creé una secta donde sólo podía estar gente moderna, bien parecida y bien vestida, me inventaba unas pintas que parecía una caja fuerte, tenía muchos seguidores, eso sí. Impusimos la moda de usar medias cortas y pantalones brincacharcos, con la intención de mostrar el tobillo, o ponerse un zapato blanco y uno negro, jajajaja. Qué cosa tan balurda y afectadamente irreverente, sin querer a veces parecía una suerte de Punky Brewster criollo.
Casi todo me gustaba, creo lo que más me fastidiaba era ser el bendito semanero, dícese de una especie de asistente (jalabolas) que debía notificar todas las irregularidades (echar paja) a los profesores para quedar bien ante ellos (soborno). Guardar la carpeta, borrar la pizarra, tener a mano tiza o marcador. Espero esa figura ya no exista.
En la secundaria tenía una amiga que me hablaba muy cerca en la oreja, dejándome rastros salivosos de su aliento hormonal en mi tímpano morboso, eso bastaba para recibir corrientazos extremos en la entrepierna y erigir espontáneamente una carpa que no me permitía levantarme del ordinario pupitre. Después que me dejaba alborotado, se iba a hacer lo mismo a otros, ella tenía un ardor cachondo y alebrestador, supongo que olía a ovulación. Ahora que lo analizo creo que, muy a propósito, me daba esos besitos calientes y húmedos buscando fuego teenager, pero antes era tan gafo que me conformaba con una cita con el raspayuqueo a la hora de la ducha. Tenía otra compañera que si existiera hoy fuera una digna representante de los Emo, con el cabello completamente batido tapándose el rostro, una suerte del tío cosa con mirada de odio, casi no hablaba, andaba con unos walkman adheridos al nervio auditivo, repudiaba a los profesores con vehemencia, siempre olía a cigarrillo. La tipa todos los días venía con una venda dizque para taparse las venas que estuvo a punto de cortarse, otro día llegaba con un collarín porque se lanzó en salvavidas del techo del edificio, se tomó un pote de pastillas, ingirió campeón, y total la chama fue Manimal encarnada en un gato pues esas 7 vidas le alcanzaron para cambiar su bipolar, compulsiva, deprimente y oscura humanidad. Para sorpresa de todos, hoy es toda una distinguida dama, ¿Quién sabe que llevará en ese coco semi trastornado?. ¿Todavía disfrutará de líquidos tóxicos?. ¿Quién sabe? Dios qué lengua tengo.
También tenía un pana italiano, que era el rey del violín, podridísimo el bicho. Fétido era poco, pero era buena gente. Y me sentaba delante de él porque me tocaba en la lista. En su cumpleaños le obsequiamos (escondido en su bolso) un MUN bolita, limón, bicarbonato de sodio y crema dental. El hedor a pacuso (patas, cu.. y sobacos) era su más fiel compañero. Putrefacto y poluto como él solo, su chemise tenía manchas amarillo ocre debajo de los brazos. Hasta que un día fuimos juntos al cafetín y se me ha pegado aquel tufo… Apenas olfateé cerca de mis axilas, dije: “El que anda con cojo, cojea”, bien lo dice mi madre. ¿Ahora que hago con este rolo e´ violín?. A los minutos…Ya. Enseguida saqué una de mis ideas creativas: inventé que una tía se murió para poder salir corriendo de clases con un drama sin que nadie se diera cuenta. Cuando hablé con la profesora, ella pidió a los alumnos se levantaran para darme el pésame. Allí fue cuando todos se dieron cuenta de que tenía un funeral bajo mis brazos y decayó un poco mi tan lograda popularidad.
Ser popular (a bien o a mal) es una cruz que me ha acompañado desde muy pequeño, los culpables de esto fueron mis padres que me metían en cuanto baile, poema y canción hubiese vacante, pero eso llegó a su cumbre en bachillerato. Tuve que cantar una canción en inglés con los ojos cerrados delante de todo el salón. Y lo único que recuerdo es que decía: “All just call, you say I Love” y allí me quedé pegado más de 6 minutos, se me olvidó la letra. Tuve que dar un discurso de la sociedad bolivariana que nadie escuchó porque el micrófono nunca prendió. Me puse un liqui-liqui blanco apretado con un interior negro debajo, por supuesto que todo el mundo miraba hacia abajo mientras bailaba joropo y se me rompía el pantalón… En fin, tuve que hacer de todo para ganarme el privilegio de tener muchos amigos y ser una referencia entre todos. Casi siempre era el chiflado, el payaso, el estudioso, el inventor, el creativo, el organizador, el actor, cantante, presentador, político y mediador en conflictos. Tuve que hacer de todo para ser aceptado en una etapa donde me sentí la persona más insignificante de este mundo. Tuve que valerme de artimañas para tener un poco de brillo en la opaca adolescencia que me tocó vivir, si no fuera por los recuerdos del liceo, le pediría al dueño de la vida sombrear este período, darle doble click y suprimirlo para siempre. El divorcio de mis padres pudo haber sido un detonante para ser drogadicto, delincuente, antisocial, inadaptado o un personaje gris, pero no fue así, me inventé una y mil cosas para llenar ese vacío con imitar lo mejor de personalidades ajenas a la mía, con talleres de autoestima, pero sobre todo con fe. Lo que parecía una etapa de carencias y tristezas se convirtió en un mundo lleno de mágicas diabluras que me han dado la vivacidad para enfrentar este mundo en el que tenemos que pisar más fuerte cada mañana. Si no hubiese tenido amigas depresivas de quienes burlarme quizás el suicida sería yo, si no hubiese sido líder del grupo no sabría conducir mi profesión ni mucho menos podría ser profesor. Soy Relacionista Público nato, gracias a Dios ejerzo mi profesión porque siempre que hay un acto o un evento quiero aparecer y saludar a todos lo asistentes, es un estigma que llevo desde aquellos días de pubertad. Si no me hubiesen ocurrido tantos bochornos no sería tan previsivo y organizado como soy. Ya nadie me deja saliva en la oreja tampoco hoy me parece muy excitante. Más nunca usé pantalón blanco con interiores negros y me alejo de la gente con tufo, ese tipo de cosas a mi edad no las soportaría. Cada vez que paso por la playa San Pedrito, me río y narro el bendito viaje frustrado y los lecos de mi madre mientras me sacaban el bendito erizo del pie, cada vez que veo a un vende raspao no dejo de comerme uno de colita y servirme la leche condensada a mi gusto. Creo que a pesar de que han pasado los años, de las preocupaciones y ocupaciones inherentes a la madurez, de mi estilo de vida y seriedad, no consigo librarme de ser el loco adolescente y el motolito sempiterno que busca hacer de cada segundo una aventura. El mismo que de vez en cuando, con nostalgia, recuerda los olores de la juventud.
"De mis disparates de juventud lo que más pena me da no es el haberlos cometido, sino el no poder volver a cometerlos".
Pierre Benoit (1886-1962) Novelista francés.
En el salón de clases era una fiesta cuando el profesor no llegaba a los 15 minutos pasada su hora. La agonía llegaba a los 14 minutos cuando contábamos cada segundo como si fueran campanadas de año nuevo. Cuando reventaba el cañonazo, la carrera por la aventura empezaba. A correr… Morral en el hombro, adrenalina desbordante, atropellando a todo el que se atravesara. Era una travesura cualquier cosa; andar en pandilla, meterse en el parque por un hueco de la cerca y no por la puerta principal, pedir 20 tequeños y pagar 16, comprar raspaos de colita y vaciar la leche condensada, burlar al portero de la escuela, recorrer el centro de la ciudad sin medio en el bolsillo, llevar a la noviecita a recostarla en cualquier árbol y tallarle un corazón con tu nombre y el de ella, ¡Qué cursi!.
Nos lanzábamos desde los recorridos más urbanos hasta los periplos más agrestes, siempre el promotor de las excursiones era yo el "motolito sempiterno”. Una vez recuerdo que dije: “Mañana no viene la profe de contabilidad, así que traigan sus shorts y trajes de baño que no vamos a la playita”. Todos cuales autistas asintieron. Por allí no había playa cerca sino un balneario privado llamado “San Pedrito” ubicado detrás de una montaña. Me llevé a mi grupo en varios carritos por puesto, al llegar, sin saber adonde iba, empezamos a caminar, caminar y caminar, nos perdimos, retrocedimos, y al fin encontramos el mar. Era un lugar abandonado, había animales muertos, barcos hundidos… Un paisaje dantesco, parecía el final del "Planeta de los Simios", lo que faltaba era la estatua de la libertad enterrada en la arena. Yo empujé con un palo a un asqueroso bicho marino, que botaba un fluido morado y viscoso, para que las chicas ni gritaran, luego me lancé a la playa y caí clavado en un erizo… allí empecé a llorar y mis amigos me llevaron cargado al hospital donde mi adorada madre me esperaba con sus gritos haciéndome pasar el bochorno más fatal de mi desventurada adolescencia. Allí acabó el viaje a la playa, pero aún así no dejé de ser el más popular del colegio.
Cuando crecí, enfermé de pseudo vanidad sin fundamento… creé una secta donde sólo podía estar gente moderna, bien parecida y bien vestida, me inventaba unas pintas que parecía una caja fuerte, tenía muchos seguidores, eso sí. Impusimos la moda de usar medias cortas y pantalones brincacharcos, con la intención de mostrar el tobillo, o ponerse un zapato blanco y uno negro, jajajaja. Qué cosa tan balurda y afectadamente irreverente, sin querer a veces parecía una suerte de Punky Brewster criollo.
Casi todo me gustaba, creo lo que más me fastidiaba era ser el bendito semanero, dícese de una especie de asistente (jalabolas) que debía notificar todas las irregularidades (echar paja) a los profesores para quedar bien ante ellos (soborno). Guardar la carpeta, borrar la pizarra, tener a mano tiza o marcador. Espero esa figura ya no exista.
En la secundaria tenía una amiga que me hablaba muy cerca en la oreja, dejándome rastros salivosos de su aliento hormonal en mi tímpano morboso, eso bastaba para recibir corrientazos extremos en la entrepierna y erigir espontáneamente una carpa que no me permitía levantarme del ordinario pupitre. Después que me dejaba alborotado, se iba a hacer lo mismo a otros, ella tenía un ardor cachondo y alebrestador, supongo que olía a ovulación. Ahora que lo analizo creo que, muy a propósito, me daba esos besitos calientes y húmedos buscando fuego teenager, pero antes era tan gafo que me conformaba con una cita con el raspayuqueo a la hora de la ducha. Tenía otra compañera que si existiera hoy fuera una digna representante de los Emo, con el cabello completamente batido tapándose el rostro, una suerte del tío cosa con mirada de odio, casi no hablaba, andaba con unos walkman adheridos al nervio auditivo, repudiaba a los profesores con vehemencia, siempre olía a cigarrillo. La tipa todos los días venía con una venda dizque para taparse las venas que estuvo a punto de cortarse, otro día llegaba con un collarín porque se lanzó en salvavidas del techo del edificio, se tomó un pote de pastillas, ingirió campeón, y total la chama fue Manimal encarnada en un gato pues esas 7 vidas le alcanzaron para cambiar su bipolar, compulsiva, deprimente y oscura humanidad. Para sorpresa de todos, hoy es toda una distinguida dama, ¿Quién sabe que llevará en ese coco semi trastornado?. ¿Todavía disfrutará de líquidos tóxicos?. ¿Quién sabe? Dios qué lengua tengo.
También tenía un pana italiano, que era el rey del violín, podridísimo el bicho. Fétido era poco, pero era buena gente. Y me sentaba delante de él porque me tocaba en la lista. En su cumpleaños le obsequiamos (escondido en su bolso) un MUN bolita, limón, bicarbonato de sodio y crema dental. El hedor a pacuso (patas, cu.. y sobacos) era su más fiel compañero. Putrefacto y poluto como él solo, su chemise tenía manchas amarillo ocre debajo de los brazos. Hasta que un día fuimos juntos al cafetín y se me ha pegado aquel tufo… Apenas olfateé cerca de mis axilas, dije: “El que anda con cojo, cojea”, bien lo dice mi madre. ¿Ahora que hago con este rolo e´ violín?. A los minutos…Ya. Enseguida saqué una de mis ideas creativas: inventé que una tía se murió para poder salir corriendo de clases con un drama sin que nadie se diera cuenta. Cuando hablé con la profesora, ella pidió a los alumnos se levantaran para darme el pésame. Allí fue cuando todos se dieron cuenta de que tenía un funeral bajo mis brazos y decayó un poco mi tan lograda popularidad.
Ser popular (a bien o a mal) es una cruz que me ha acompañado desde muy pequeño, los culpables de esto fueron mis padres que me metían en cuanto baile, poema y canción hubiese vacante, pero eso llegó a su cumbre en bachillerato. Tuve que cantar una canción en inglés con los ojos cerrados delante de todo el salón. Y lo único que recuerdo es que decía: “All just call, you say I Love” y allí me quedé pegado más de 6 minutos, se me olvidó la letra. Tuve que dar un discurso de la sociedad bolivariana que nadie escuchó porque el micrófono nunca prendió. Me puse un liqui-liqui blanco apretado con un interior negro debajo, por supuesto que todo el mundo miraba hacia abajo mientras bailaba joropo y se me rompía el pantalón… En fin, tuve que hacer de todo para ganarme el privilegio de tener muchos amigos y ser una referencia entre todos. Casi siempre era el chiflado, el payaso, el estudioso, el inventor, el creativo, el organizador, el actor, cantante, presentador, político y mediador en conflictos. Tuve que hacer de todo para ser aceptado en una etapa donde me sentí la persona más insignificante de este mundo. Tuve que valerme de artimañas para tener un poco de brillo en la opaca adolescencia que me tocó vivir, si no fuera por los recuerdos del liceo, le pediría al dueño de la vida sombrear este período, darle doble click y suprimirlo para siempre. El divorcio de mis padres pudo haber sido un detonante para ser drogadicto, delincuente, antisocial, inadaptado o un personaje gris, pero no fue así, me inventé una y mil cosas para llenar ese vacío con imitar lo mejor de personalidades ajenas a la mía, con talleres de autoestima, pero sobre todo con fe. Lo que parecía una etapa de carencias y tristezas se convirtió en un mundo lleno de mágicas diabluras que me han dado la vivacidad para enfrentar este mundo en el que tenemos que pisar más fuerte cada mañana. Si no hubiese tenido amigas depresivas de quienes burlarme quizás el suicida sería yo, si no hubiese sido líder del grupo no sabría conducir mi profesión ni mucho menos podría ser profesor. Soy Relacionista Público nato, gracias a Dios ejerzo mi profesión porque siempre que hay un acto o un evento quiero aparecer y saludar a todos lo asistentes, es un estigma que llevo desde aquellos días de pubertad. Si no me hubiesen ocurrido tantos bochornos no sería tan previsivo y organizado como soy. Ya nadie me deja saliva en la oreja tampoco hoy me parece muy excitante. Más nunca usé pantalón blanco con interiores negros y me alejo de la gente con tufo, ese tipo de cosas a mi edad no las soportaría. Cada vez que paso por la playa San Pedrito, me río y narro el bendito viaje frustrado y los lecos de mi madre mientras me sacaban el bendito erizo del pie, cada vez que veo a un vende raspao no dejo de comerme uno de colita y servirme la leche condensada a mi gusto. Creo que a pesar de que han pasado los años, de las preocupaciones y ocupaciones inherentes a la madurez, de mi estilo de vida y seriedad, no consigo librarme de ser el loco adolescente y el motolito sempiterno que busca hacer de cada segundo una aventura. El mismo que de vez en cuando, con nostalgia, recuerda los olores de la juventud.
"De mis disparates de juventud lo que más pena me da no es el haberlos cometido, sino el no poder volver a cometerlos".
Pierre Benoit (1886-1962) Novelista francés.
Fotografía: Eduardo Sánchez.